01 abril 2025

Eclipse parcial solar desde Valencia

Sábado, 29 de marzo. Llegamos a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un lugar más que adecuado para contemplar un fenómeno tan científicamente explicable como artísticamente disfrutable. Una considerable cola de personas cerca del paseo de los cipreses da una pista sobre adónde nos tenemos que dirigir. Caminando hacia allí empezamos a divisar una hilera de telescopios apuntando no al cielo nocturno, sino a un cénit azul resplandeciente. Porque hoy la protagonista no es otra que nuestra estrella, que va a recibir un mordisco de la luna desde la perspectiva de unos cuantos millones de occidentales.

Ya en la cola, nos fundimos con la multitud. Familias con niños, parejas, grupos de amigos (algunos perfiles parecen encajar con el prototipo de geek, y yo que me alegro) mantienen la expectación. Son las 10:30 pasadas y el eclipse ya es visible en Canarias y en algunos lugares de la península. Mi padre y yo no sabemos si nos prestarán unas gafas o un filtro, si nos darán algún tipo de explicación colectiva o si dispondremos de un tiempo razonable para mirar por el telescopio. Desconocemos cuál será la dinámica. Se nos ha prometido, al menos, que habrá una pantalla donde se proyectará el eclipse. 

Son las 11:00 aproximadamente. Ya se va notando movimiento y avanzamos un trecho. Dejamos la sombra que nos cobijaba y salimos a un espacio donde el protagonista del día cae a plomo sobre nuestras cabezas. Algo sucede ahí arriba, a simple vista, pero lo paradójico es que no es tan sencillo como mirar. Ya por fin, miembros de la Asociación Valenciana de Astronomía se acercan a nuestra posición. Vemos que cargan en la mano con unas gafas especiales y que las dejan llevar a las personas de la cola durante unos segundos, antes de cogerlas de nuevo y entregárselas al siguiente afortunado. Cuando es nuestro turno, la magia (la ciencia) ocurre: me coloco las gafas, todo negro, levanto la mirada, me oriento en dirección al astro, diviso un círculo naranja en medio de la oscuridad, busco su trozo cercenado y ahí está. Es cierto.

Son solo unos segundos antes de que nos insten a retirarnos los anteojos que nos han salvado de la ceguera. Segundos dulces, de emoción pueril. La segunda parte del evento es ya menos impresionante, y tampoco dura más que la primera. Un hombre nos acompaña hasta uno de los telescopios montados en la explanada de la Ciutat, donde esperamos a que varias personas concluyan su observación. Mi padre hace los honores primero, se acerca al objetivo y mira. Luego soy yo quien se inclina y se topa frente a frente con la estrella, como si los 150 millones de kilómetros fueran en realidad nanómetros. La tonalidad es verde debido al filtro H-Alpha, nos comenta el chico que custodia el telescopio. En vez de un punto discreto en el cielo como antes, el disco incompleto abarca toda la lente y es imposible no reparar en sus detalles.

Pero no hay tiempo para más. El espectáculo ha terminado. Otros asistentes esperan y no hay telescopios para todos. Intentamos en vano probar en otro o ver la proyección del eclipse (que al final resulta ser la sombra en una cartulina junto a uno de los telescopios, no en una pantalla grande como mi imaginación se figuraba), aunque nos llaman la atención para que abandonemos la zona. Me siento un poco chabacana, pero había que intentarlo. Nos alejamos de allí como quien acaba de ver una película de estreno en el cine, con cierta sensación de vacío y pensando en aquellas personas que todavía están detrás y han de aguardar hasta la siguiente sesión para descubrir lo que les espera en la película. La diferencia es que esta no es nuestra primera vez, ni será la última.

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