Algunos de mis primeros recuerdos (también los más dulces, y no solo por las chucherías que comprábamos) están ligados al quiosco. En la Plaza Mayor de Nules llegamos a tener dos. Dos casetas separadas por pocos metros a las que acudíamos desde niños que no llegábamos apenas a la altura del mostrador hasta ancianos también bastante menguados, una clientela generacionalmente transversal y todavía profusa que podía encontrar en ese diminuto cubículo lo que necesitaba para satisfacer su apetito de azúcar o información.
Cuando se levantaba la persiana cada mañana y se desplegaban sus laterales móviles, como una gabardina abriéndose para mostrar su interior, los secretos del quiosco eran revelados. En la vitrina frontal, debajo del mostrador y bien a mano del quiosquero, los periódicos, dispuestos en fila como soldados esperando ser llamados, el reclamo principal del establecimiento (al menos teóricamente, todavía en aquellos años) y la razón primigenia de su existencia. Dispersos dentro de la caseta, todo tipo de gominolas y cachivaches: lenguas, llaves, cocacolas, ladrillos, regalices, huevos, pulseras, nubes, caramelos, chicles, piruletas con o sin polvos en los que rebozarlas, chupachups, huevos de chocolate Kinder o sobres de cromos, entre otras variedades que ya nunca conoceré y otras de las que me habré olvidado. A cada lado, colgadas o apoyadas en el suelo si incluían regalos, las revistas; separadas las de belleza, labores, moda y cotilleo de las educativas, deportivas y satíricas. Aunque este último bloque me generaba más interés y mi madre las compraba a menudo, tampoco se despreciaban las revistas de tendencias del otro extremo, y las agendas o productos de maquillaje que venían con la Telva y las del estilo eran un auténtico caramelito, hay que reconocerlo. Durante un tiempo, mi debilidad fueron las publicaciones sobre decoración de interiores. Lo que no se puede negar es que estaba garantizado el entretenimiento para todos los gustos y públicos.
Por supuesto, tampoco faltaban las colecciones, uno de los incentivos más estimulantes para echar un vistazo cada vez que pasábamos por la plaza. No son pocas las entregas, sobre todo las primeras, pero no solo (véase la colección de libros de Julio Verne que completamos), que hemos reunido en casa. Casas de muñecas, novelas, minerales, enciclopedias, un curso de escritura creativa o materiales de costura son lo primero que me viene a la cabeza. Era emocionante ver en televisión el lanzamiento de una nueva colección a un precio inicial de reclamo imbatible y planificar una visita al quiosco de confianza para acabar encontrando allí el preciado tesoro, si tenías suerte y no se había agotado ya. Muchas de esas colecciones todavía salen cíclicamente, apenas sin cambios, tratando de persuadir a quienes alguna vez las empezaron para acabarlas o reclutando a nuevos compradores potenciales adictos al fascículo.
Ese lugar estático en su forma pero dinámico en su contenido, reflejo de los cambios de época, de la crisis de la prensa y del papel que empezó hace unos años (algo más de una década) y cuyos efectos perduran hoy, me ha proporcionado un placer mundano, quizá de inevitable naturaleza consumista, pero acompañada de un alimento espiritual que en pocos lugares he encontrado. El quiosco es ese lugar que me ha acompañado desde mi infancia, ese lugar que asocio a mis amigas cuando comprábamos chuches, ese lugar que representa una vida que ya jamás volverá y que conservo en la memoria como un preciado tesoro.
El último quiosco que quedaba en pie en la Plaza Mayor ha cerrado. Nadie, por el momento, y que yo sepa, ha cogido el relevo. En el pueblo ya no queda ninguno más. Se acabaron los periódicos y las colecciones. A diferencia de los atracones de azúcar, que son fácilmente accesibles en otras tiendecillas. Sale más rentable vender Monsters a adolescentes que diarios en formato tabloide. A veces no se sabe cuál de las dos cosas puede ser más tóxica.