07 mayo 2025

Quioscos, qué lugares (I)

Algunos de mis primeros recuerdos (también los más dulces, y no solo por las chucherías que comprábamos) están ligados al quiosco. En la Plaza Mayor de Nules llegamos a tener dos. Dos casetas separadas por pocos metros a las que acudíamos desde niños que no llegábamos apenas a la altura del mostrador hasta ancianos también bastante menguados, una clientela generacionalmente transversal y todavía profusa que podía encontrar en ese diminuto cubículo lo que necesitaba para satisfacer su apetito de azúcar o información.

Cuando se levantaba la persiana cada mañana y se desplegaban sus laterales móviles, como una gabardina abriéndose para mostrar su interior, los secretos del quiosco eran revelados. En la vitrina frontal, debajo del mostrador y bien a mano del quiosquero, los periódicos, dispuestos en fila como soldados esperando ser llamados, el reclamo principal del establecimiento (al menos teóricamente, todavía en aquellos años) y la razón primigenia de su existencia. Dispersos dentro de la caseta, todo tipo de gominolas y cachivaches: lenguas, llaves, cocacolas, ladrillos, regalices, huevos, pulseras, nubes, caramelos, chicles, piruletas con o sin polvos en los que rebozarlas, chupachups, huevos de chocolate Kinder o sobres de cromos, entre otras variedades que ya nunca conoceré y otras de las que me habré olvidado. A cada lado, colgadas o apoyadas en el suelo si incluían regalos, las revistas; separadas las de belleza, labores, moda y cotilleo de las educativas, deportivas y satíricas. Aunque este último bloque me generaba más interés y mi madre las compraba a menudo, tampoco se despreciaban las revistas de tendencias del otro extremo, y las agendas o productos de maquillaje que venían con la Telva y las del estilo eran un auténtico caramelito, hay que reconocerlo. Durante un tiempo, mi debilidad fueron las publicaciones sobre decoración de interiores. Lo que no se puede negar es que estaba garantizado el entretenimiento para todos los gustos y públicos. 

Por supuesto, tampoco faltaban las colecciones, uno de los incentivos más estimulantes para echar un vistazo cada vez que pasábamos por la plaza. No son pocas las entregas, sobre todo las primeras, pero no solo (véase la colección de libros de Julio Verne que completamos), que hemos reunido en casa. Casas de muñecas, novelas, minerales, enciclopedias, un curso de escritura creativa o materiales de costura son lo primero que me viene a la cabeza. Era emocionante ver en televisión el lanzamiento de una nueva colección a un precio inicial de reclamo imbatible y planificar una visita al quiosco de confianza para acabar encontrando allí el preciado tesoro, si tenías suerte y no se había agotado ya. Muchas de esas colecciones todavía salen cíclicamente, apenas sin cambios, tratando de persuadir a quienes alguna vez las empezaron para acabarlas o reclutando a nuevos compradores potenciales adictos al fascículo. 

Ese lugar estático en su forma pero dinámico en su contenido, reflejo de los cambios de época, de la crisis de la prensa y del papel que empezó hace unos años (algo más de una década) y cuyos efectos perduran hoy, me ha proporcionado un placer mundano, quizá de inevitable naturaleza consumista, pero acompañada de un alimento espiritual que en pocos lugares he encontrado. El quiosco es ese lugar que me ha acompañado desde mi infancia, ese lugar que asocio a mis amigas cuando comprábamos chuches, ese lugar que representa una vida que ya jamás volverá y que conservo en la memoria como un preciado tesoro. 

El último quiosco que quedaba en pie en la Plaza Mayor ha cerrado. Nadie, por el momento, y que yo sepa, ha cogido el relevo. En el pueblo ya no queda ninguno más. Se acabaron los periódicos y las colecciones. A diferencia de los atracones de azúcar, que son fácilmente accesibles en otras tiendecillas. Sale más rentable vender Monsters a adolescentes que diarios en formato tabloide. A veces no se sabe cuál de las dos cosas puede ser más tóxica. 



01 abril 2025

Eclipse parcial solar desde Valencia

Sábado, 29 de marzo. Llegamos a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un lugar más que adecuado para contemplar un fenómeno tan científicamente explicable como artísticamente disfrutable. Una considerable cola de personas cerca del paseo de los cipreses da una pista sobre adónde nos tenemos que dirigir. Caminando hacia allí empezamos a divisar una hilera de telescopios apuntando no al cielo nocturno, sino a un cénit azul resplandeciente. Porque hoy la protagonista no es otra que nuestra estrella, que va a recibir un mordisco de la luna desde la perspectiva de unos cuantos millones de occidentales.

Ya en la cola, nos fundimos con la multitud. Familias con niños, parejas, grupos de amigos (algunos perfiles parecen encajar con el prototipo de geek, y yo que me alegro) mantienen la expectación. Son las 10:30 pasadas y el eclipse ya es visible en Canarias y en algunos lugares de la península. Mi padre y yo no sabemos si nos prestarán unas gafas o un filtro, si nos darán algún tipo de explicación colectiva o si dispondremos de un tiempo razonable para mirar por el telescopio. Desconocemos cuál será la dinámica. Se nos ha prometido, al menos, que habrá una pantalla donde se proyectará el eclipse. 

Son las 11:00 aproximadamente. Ya se va notando movimiento y avanzamos un trecho. Dejamos la sombra que nos cobijaba y salimos a un espacio donde el protagonista del día cae a plomo sobre nuestras cabezas. Algo sucede ahí arriba, a simple vista, pero lo paradójico es que no es tan sencillo como mirar. Ya por fin, miembros de la Asociación Valenciana de Astronomía se acercan a nuestra posición. Vemos que cargan en la mano con unas gafas especiales y que las dejan llevar a las personas de la cola durante unos segundos, antes de cogerlas de nuevo y entregárselas al siguiente afortunado. Cuando es nuestro turno, la magia (la ciencia) ocurre: me coloco las gafas, todo negro, levanto la mirada, me oriento en dirección al astro, diviso un círculo naranja en medio de la oscuridad, busco su trozo cercenado y ahí está. Es cierto.

Son solo unos segundos antes de que nos insten a retirarnos los anteojos que nos han salvado de la ceguera. Segundos dulces, de emoción pueril. La segunda parte del evento es ya menos impresionante, y tampoco dura más que la primera. Un hombre nos acompaña hasta uno de los telescopios montados en la explanada de la Ciutat, donde esperamos a que varias personas concluyan su observación. Mi padre hace los honores primero, se acerca al objetivo y mira. Luego soy yo quien se inclina y se topa frente a frente con la estrella, como si los 150 millones de kilómetros fueran en realidad nanómetros. La tonalidad es verde debido al filtro H-Alpha, nos comenta el chico que custodia el telescopio. En vez de un punto discreto en el cielo como antes, el disco incompleto abarca toda la lente y es imposible no reparar en sus detalles.

Pero no hay tiempo para más. El espectáculo ha terminado. Otros asistentes esperan y no hay telescopios para todos. Intentamos en vano probar en otro o ver la proyección del eclipse (que al final resulta ser la sombra en una cartulina junto a uno de los telescopios, no en una pantalla grande como mi imaginación se figuraba), aunque nos llaman la atención para que abandonemos la zona. Me siento un poco chabacana, pero había que intentarlo. Nos alejamos de allí como quien acaba de ver una película de estreno en el cine, con cierta sensación de vacío y pensando en aquellas personas que todavía están detrás y han de aguardar hasta la siguiente sesión para descubrir lo que les espera en la película. La diferencia es que esta no es nuestra primera vez, ni será la última.